jueves, 18 de noviembre de 2010

COMO UNA NOVELA

Esta es una historia con comienzo y final feliz.

En octubre de 1963 la editorial Seix-Barral publicó la primera novela de un escritor peruano de 26 años, Mario Vargas Llosa. Ganadora por unanimidad de la sexta convocatoria del Premio Biblioteca Breve, a la sazón uno de los más exigentes del ámbito de la lengua, la historia de la Lima de los años cincuenta que tiene como centro a un heterogéneo grupo de alumnos del colegio militar Leoncio Prado y a diversas formas de poder, marginalidad y violencia, había pasado por varios títulos antes de llamarse La ciudad y los perros. Precedida por La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes y Rayuela de Julio Cortázar, y rápidamente traducida a una docena de idiomas, Premio de la Crítica Española en 1963 y finalista en el Prix Formentor, su autor se convirtió en el rostro más atractivo de “El Boom”, un fenómeno literario que hizo que los lectores de todo el mundo conocieran y admiraran a una serie de escritores hispanoamericanos que renovaban las formas literarias tradicionales, sobre todo la novela, con sus narraciones llenas de color local, intención política y virtuosismo literario, en un panorama variopinto al que se unió en 1967 Cien años de soledad de Gabriel García Márquez.

Tan disciplinado como talentoso, Vargas Llosa publica en marzo de 1966 La casa verde, en la que pretende totalizar a su país a través de historias que se desarrollan en dos de sus espacios físicos, la sierra y la selva. Sus personajes deambulan por Piura, ciudad del norte del Perú donde el autor pasó un período crucial de su infancia, y Santa María de Nieva, en la región amazónica. Técnicamente muy ambiciosa, su escritura lo llevó a afirmar que una novela era como un strip-tease: “Pero, claro, hay diferencias. Lo que el novelista exhibe de sí mismo no son sus encantos secretos, como la desenvuelta muchacha, sino los demonios que lo atormentan y obsesionan, la parte más fea de sí mismo: sus nostalgias, sus culpas, sus rencores. Otra diferencia es que en un strip-tease la muchacha al principio está vestida y al final desnuda. La trayectoria es la inversa en el caso de la novela: al comienzo el novelista está desnudo y al final vestido” . Su siguiente trabajo, Los cachorros (1967), confirma esta posibilidad de la literatura. Relato largo de exquisita elaboración, describe a un grupo de muchachos de la clase alta limeña, enfrentados al drama personal de uno de ellos, emasculado por un perro en los baños del colegio Champagnat, lo que condiciona su destino. Ese mismo año recibe de manos del octogenario Rómulo Gallegos, el premio que lleva su nombre, en esa primera oportunidad destinado a la mejor novela en lengua española de los últimos cinco años. También obtiene el Premio Nacional en el Perú y el Premio de la Crítica en España. Celebridad mundial, alterna los viajes y las conferencias con la escritura de Conversación en la Catedral (1969), un proyecto que llegó a tener miles de páginas y que reduce a costa de muchísimo esfuerzo para conseguir la que muchos consideran su mejor obra. Centrada en un tema político, la dictadura del general Manuel Arturo Odría (1948 a 1956), el título, que alude a un pobre bar obrero, ya es un indicio de que supo alejarse del discurso panfletario y las verdades unívocas para sumar un acierto más. En seis años, y a través de cuatro novelas, una de ellas muy corta, Mario Vargas Llosa se convierte en un nombre fundamental de la literatura hispanoamericana.

Pero, como en cualquier novela, no todas las páginas son memorables. En 1973 aparece Pantalón y las visitadoras, un logro menor en tono sarcástico, precedido y sucedido por dos obras de reflexión muy importantes: García Márquez: historia de un deicidio (1971), un estudio de la narrativa del escritor de Aracataca, por entonces su gran amigo, y La orgía perpetua. Flaubert y “Madame Bovary” (1975), un lúcido ensayo sobre el célebre autor francés y su obra fundamental. En este texto, profundamente amoroso, Vargas Llosa revela sus ideas fundamentales sobre el género que lo hizo famoso: “Una novela ha sido más seductora para mí en la medida en que en ella aparecían, combinadas con pericia en una historia compacta, la rebeldía, la violencia, el melodrama y el sexo. En otras palabras, la máxima satisfacción que puede producirme una novela es provocar, a lo largo de la lectura, mi admiración por alguna inconformidad, mi cólera por alguna estupidez o injusticia, mi fascinación por esas situaciones de distorsionado dramatismo, de excesiva emocionalidad que el romanticismo pareció inventar porque uso y abusó de ellas, pero que han existido siempre en la literatura” . Así mismo, como ya lo había hecho en otros textos, insiste en su gusto por las obras rigurosas, que abarcan un mundo y no dejan cabos sueltos, que crean la ilusión de autosuficiencia y totalidad. Vargas Llosa termina la década con su novela más autobiográfica, La tía Julia y el escribidor (1977), que nos permite fisgonear en su pasado, pero también contemplar a Pedro Camacho, un hombre de cincuenta años que se desgasta y enloquece en un proceso de escritura caricaturesco y brutal, que revela las diferencias, algunas muy sutiles, entre el artista verdadero y el trabajador simplemente laborioso.

La Guerra del fin del mundo (1981) y La fiesta del chivo (2000), son los dos hitos literarios de una carrera pública con muchos contrastes, que en los últimos treinta años, y con intermitencias, se inclinó más hacia el periodismo, la docencia y, en mayor medida, la política, con tentativa presidencial incluida. Centradas en grandes sucesos colectivos –una rebelión mesiánica en el siglo XIX en Brasil y el final de la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana–, comparten bibliografía con novelas menores, alguna merecedora del discutible, y por tanto innecesario, Premio Planeta (Lituma en los Andes, 1993), y con reconocimientos públicos de la categoría de la Legión de Honor francesa y los premios Príncipe de Asturias (1986) y Cervantes (1994). Doctor Honoris Causa de universidades de todo el orbe, ciudadano del mundo –dos veces aceptó la invitación al Festival de Teatro de Manizales–, la concesión del Premio Nobel de Literatura a Mario Vargas Llosa es el final feliz de una historia que comenzó con brillantez y año tras año se desarrolló con la seriedad de las vocaciones verdaderas. Como en cualquier novela, hemos asistido a las altas y bajas de un personaje existencialista y quijotesco, que ha debatido con sus contemporáneos y sus circunstancias, que cambió la militancia izquierdista por la defensa del estado liberal de raíces más tradicionales; un ser humano que se dejó tentar por el poder y el mercado, y también luchó por causas perdidas, que, siempre coherente, le apostó a sus fortalezas y creyó en sus debilidades con el ardor de un romántico y la lucidez de un racionalista; un enamorado de la realidad alterna que es la literatura, que asume el reconomiento en Estocolmo como un homenaje a nuestra lengua y que nunca olvidó que “el escritor siente íntimamente que escribir es lo mejor que le ha pasado y puede pasarle, pues escribir significa para él la mejor manera posible de vivir, con prescindencia de las consecuencias sociales, políticas o económicas que puede lograr mediante lo que escribe” .

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