miércoles, 4 de julio de 2012

AL REGRESO


Había una vez, hace mucho mucho tiempo, en un país lejano, un joven y apuesto príncipe a quien las obligaciones de su condición lo tenían muy amargado. Ya no quería recorrer los campos matando dragones feroces, ni realizar torneos contra malvados caballeros negros y, menos aún, enredarse en absurdos romances con princesitas de otras tierras. Las intrigas palaciegas perturbaban la paz de sus noches; más de un noble ambicioso había probado el filo de su espada.
Fue tal su desesperación, tanto su cansancio, que dejó todo en manos de uno de sus ministros, hombre fiel y honesto, y partió por los caminos del mundo disfrazado de poeta errante. Sin la protección de la guardia, lejos de su servidumbre, conoció los rigores del hambre y del miedo, sufrió humillaciones y supo del valor que encierra la prudencia. Oyó hablar de príncipes más sabios y también más ruines que él. Compartió sus horas con gentes humildes que le hablaban del campo y del vino, del paso del sol y de la frágil vitalidad de las cosechas. Escuchó e inventó historias, unas tristes, otras maravillosas. Vio el mar y se baño en sus aguas; conoció el calor de muchos lechos perfumados por las caricias de una doncella y amó a unas pocas que tal vez lo amaron. Con el paso de los años su piel fue llenándose de surcos tan largos como los rumbos de su viaje; su barba tomó el aspecto cansado de la nieve y el vigor de sus músculos se quedó prendido del tejido de la noche. Quiso entonces regresar y contar a sus súbditos las peripecias del viaje. Sus ojos gastados extraviaron el camino varias veces y encontró la muerte en medio del bosque, soñando con una corte espléndida, llena de inquietas y lozanas princesitas.


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